En mi ya bastante lejana infancia, tuve una lección de vida que estoy convencida fue el botón que impulsó mis sentimientos y admiración hacia la Naturaleza, que amo y aprendo de ella todo el tiempo. Fui una niña pequeña y delgada al parecer débil de salud. En ese tiempo curar o tratar cualquier enfermedad o lesión eran atendidas en casa: té de hierbas, limpia con hojas de ciertas plantas, vendajes con hojas engrasadas para golpes y contusiones y otras muchas recetas compartidas de boca en boca. Alguien le aseguró a mi mamá que era “milagroso” comer carne de pichón de mirlo para reponerse y ser saludable. Un día de mercado, ella trajo recostado entre las verduras un tierno pajarito cubierto de frágiles plumones gris negruzco, no levantó cabeza y permaneció dormido. Estaba vivo y abría esporádicamente sus redondos ojitos negros. Pedí que me permitan cogerlo y trate de abrigarlo entre mis manos, poniendo con soplos suaves mi aliento sobre él. Se acomodó en el nido de dedos que le brindé. Para alimentarlo acerqué un trocito de banano a su pico y abrió e instintivamente tragó apenas una fracción. Fue suficiente para hacerme cargo del pajarito, cuidarle alimentarle y abrigarle con telas usadas puestas en una vieja jaula. Lentamente se adaptó y aprendió a pedir su comida abriendo el pico amarillo cuando me acercaba a su prisión. Creció y empecé a llevarle dentro del departamento dejándole libre de trecho en trecho que él caminaba. Inteligentemente empezó a seguirme por donde yo andaba. En verdad dejó de ser ave prisionera sino compañera de vida. Cuando la familia se sentaba a la mesa: Pepito unía sus alas sobre su cabeza y caminaba despacio esperando lo suyo; la jaula abierta en el patio pasó a ser su dormitorio en las noches. No se le cortó las plumas porque era ave libre y querida, no volaba, caminaba en el departamento.
Un atardecer de bellos colores anaranjados y rojizos salpicado de tenues nubecillas blancas Pepito miraba al cielo tal vez con nostalgia y recuerdos. Quizá con sueños de auténtica libertad emprendió un vuelo rápido por encima del tejado y alcanzó emocionado el infinito de ser libre. Se perdió en el cielo mientras yo lo llamaba a gritos ahogados por lágrimas. ¡Pepito regresa! El silencio de la noche oscura no secó mi llanto seguí murmurado Pepito. Terminó la tarde y llegó la noche yo estaba sola.
Entonces ocurrió el milagro: por la única ventana abierta de la cocina que estaba con luz, regresó volando junto a su familia a dormir en su casa, todo estaba oscuro. Cuánto fue su cariño para renunciar a la libertad del infinito, tantos gratos recuerdos archivados en su cabecita para no olvidar que era hijo.
El tiempo pasó sin parar y Pepito era ya el conocido mirlo negro de buen tamaño y textura, con unos bellos y redondos ojos oscuros delineados de amarillo. Nunca se cerró su jaula que estaba afuera, gorjeaba en las mañanas para entrar y pasear. Una mañana hubo silencio total, yo sabía que debía irse siguiendo el compás de su vida. El cuadro que presencié al ir a buscarle fue aterrador y muy triste: aparecieron plumas dispersas en el patio, fragmentos de su cuerpo ensangrentado en diferentes sitios. Había sido presa del perro cazador de nuestro vecino. Sentí su pérdida y vacío en el fondo de mi alma. Con una lección auténtica para aplicar: no se debe “humanizar” a ningún animal que contactemos.
Gitana del Viento
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