La Navidad del año anterior, mis hijos me hicieron un obsequio fantástico: una bellísima planta de orquídeas con dos flores rosadas de arte puro y la sublime hermosura de la Naturaleza. Se advirtió que estas plantas florecen solo una vez al año, con cuidados específicos y dosificados. Con las directrices explicadas les cuidé con dedicación y afecto. Con el avance inexorable del tiempo florecieron por etapas: cuatro flores adicionales artísticas de coloración delicada. Crearon un inolvidable y precioso ramillete de seis orquídeas. Al mirarlas: leí en sus pétalos un mensaje de optimismo y seguridad; su presencia visible y su compañía como lección de paz y apoyo en la soledad.
El tiempo transcurre cronométricamente y mis flores también sintieron sus pasos; con las huellas de madurez que él deja en todo ser viviente. No se marchitaron de inmediato ni totalmente. El pausado proceso de despedida se inició en etapas que iban de acuerdo a la edad de cada orquídea. La mayor de ellas, fue la primera que empalideció lentamente sus pétalos suave y delicadamente: encogiéndolos entre sí, para caer suavemente cerca del macetero como una flor marchita. Se repitió secuencialmente este ritmo en todas las orquídeas dentro del espacio de vida de cada una, para morir tranquilamente. Un símil de la vejez humana. En efímeros tres meses había terminado el florecimiento de la orquídea. Quedó vacía de flores, vitalidad y colores, solo habían dos ramas largas y solitarias alejadas de sus verdes hojas. El recorrido de horas, días, meses; siempre inalterable carga de edad a todos los seres vivos y también a las orquídeas. Seguí poniendo agua en la cantidad indicada manteniendo sus verdes y gruesas hojas arrimadas en los bordes del macetero como un silencioso lecho para las ramas.
También para mí transcurrió el tiempo, dándome un año más de vida a finales de mayo pensando en las flores que se fueron. Empecé a imaginar y soñar en un regalo personal, esperaba y anhelaba: que mi planta diera una última flor por mi cumpleaños. En las mañanas al regar agua en la plantita insistía mentalmente en el tierno obsequio: sólo una orquídea como último esfuerzo de la delicada planta que era solo dos ramas.
Descubrí un granito pequeño en uno de los tallos, admirablemente empezó a crecer con el tiempo se hinchó hasta formar un capullito verde que lentamente abrió su suave envoltura, como se abren los labios de un bebé para lactar por vez primera. En unos días más, con galanura y belleza emergió mágicamente: una indescriptiblemente preciosa y coloreada orquídea; eran los primeros días de junio y había llegado mi obsequio. Sentí que la Naturaleza me donó, una renovada promesa de vida con el regalo imaginado: horizontes de futuro para cumplir con metas archivadas; esto se hizo por intermedio y a través de la perfección y belleza de una orquídea que comprendió y cumplió con mis calladas ilusiones y anhelos.
Gitana del Viento
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