Hace no muchos años en un jardín de coloridas flores, entre el verde claro de llanuras inmensas y en las faldas de una gran montaña; pude presenciar un proceso que evidencia la trayectoria de una callada vida; al despertar y crecer por el milagro y calidez del cariño maternal.
Las amarillas cucardas estaban floreciendo, destacándose por su brillantez en el jardín, con destellos dorados en todo su espacio, eran trocitos de sol sobre un verde pedestal de hojas; visitada por cadenciosas mariposas de variados colores, no faltaron avecillas inquietas, ni las sedientas abejas alrededor de ella.
Todo indicaba acción y vida en el árbol amarillo brillante, empero hubo un capullo escondido y pequeño que permaneció tímidamente cerrado. Sus hermanas se abrían bellamente con la luz del día; el capullito se perdía en sus sombras. El tiempo pasaba y no aparecía al sol su belleza, se escondía en sí mismo a dormir en la noche cerrado silenciosamente, quieto, sin color.
Llegaba con precisión la luz del nuevo día y el capullo seguía oculto, mustio e inclinado, las mariposas y avecillas lo ignoraban, el cuadro de tristeza y soledad era evidente en él.
Un día de llovizna fría y gris, una extraña ave de color indefinido luego de un vuelo rápido se posó en las ramas cercanas al solitario capullo; gorjeando sus bellas melodías; junto a la tímida florecita que no podía abrirse a la vida.
Sin descanso corrían los días y fue frecuente escuchar con claridad en el jardín un suave trino tanto al amanecer como al atardecer, como amorosas caricias maternales instando a la vida. Tenía tesituras mimosas y promesas de vida, era un mensaje filial quizá de madre tal vez de abuela, entregando sueños posibles y visiones luminosas del arte de la vida.
Un día domingo fue especial: el primer brillo del sol hizo que suave y calladamente se abrieran los tímidos pétalos del mustio capullo, que extendió lentamente sus coloridos pétalos; pausadamente presentó su coloración y ofreció la flor más pequeña al esbelto árbol y a la naturaleza dinámica. Sus liberados pétalos lucían formando una pequeña estrella amarilla de cinco puntas, con centro rojizo.
La flor era frágil le faltaba aún confianza y color pero ocurrió un milagro de amor. Con la claridad del día: en vuelo seguro el indefinible pajarillo se acercó con sus trinos gloriosos, que maternalmente hablaban del sol y sus mágicos rayos que dan siempre vida, del viento como chasqui de las plantas; de los altos árboles que saben el mensaje de las nubes y de las hierbas bajitas que conocen el olor y textura de la tierra. Sus gorjeos imitaban lo maravilloso del agua siempre cantarina: cuando llueve, salta y corre por un río.
Fue la dulzura filial de una avecilla la que transmitió vitalidad a la flor, que creció y brilló con el color amarillo más brillante, pues aprendió y dio valor así a su presencia en este mundo, dentro de un jardín del campo.
Gitana del Viento
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